sábado, 4 de septiembre de 2010
Las tenis (fijación mental)
(Fijación mental)
(FRAGMENTO)
Alguna fijación mental había sufrido en mi niñez. Aquella idea obsesiva, había hecho nido y ahora, cuando pasaba por una tienda, pelaba bien los ojos para ver si aparecían las que yo quería. Por eso, años después, cuando se hizo frecuente el encontrarse con turistas en el parque, especialmente gringos, abría más mis ojos porque de vez en cuando aparecía alguno con un par bastante cercano a las que yo quería.
¡Claro que las tenía idealizadas!, es más, las visualizaba: eran bajas, de color oscuro (cafés, azul, o rojo o casi negro), de ojetes bien grandes, de lona gruesa, con cordones largos y anchos, una lengua larga, hule alrededor de ellas con dos rayas dándole la vuelta y la punta forrada en hule. Tenían que ser acolchadas, suaves y bien olorosas a nuevo. De marca sin exigir (ninguna en particular). Así tenían que ser o si no, no las quería.
Por eso cuando las vi en la vitrina de aquel almacén en la fron, se me fueron los ojos y tuve la certeza y decisión que tenían que ser mías. Eran café oscuro, de ojetes bien grandes, de lona súper gruesa, de lengua que pasaba los tobillos… en fin… ¡exactas!
Entré a la tienda y pregunté por ellas. Me dijeron que eran de marca Caterpillar, de primera calidad, que estaban recién llegadas y que valían…
Cuando me dijeron el precio, sufrí un patatús y una de las más grandes frustraciones. El dinero que tenía en mi bolsillo no alcanzaba para nada, menos para mis gastos y las tenis. Pero estaba enamorado y lo que hice fue apuntar el nombre del negocio y regresar a mi pueblo con la obsesión más arraigada y más profunda que antes, dispuesto a recorrer cuantas veces fuera necesario los casi trescientos kilómetros que separaban a San Isidro de Paso Canoas.
(Continúa)
Nosotros, la familia.
A Fidel y Nenita, por el abrigo de sus manos.
A Daniel, por ser amigo de mis amigos.
Mi esposa se llama Cecilia y no Chila, decía Chispa, el yerno de Quino Chávez y de Yeca, pero cuando alguien le dice Chila, me pongo güevón y si tengo que pelear, peleo. Así era don Alejandro Gómez nacido en San Rafael de Poás a principios del siglo pasado. Él tenía un fusil de chispas que cargaba con vaqueta. Encendía el puro, le arrimaba la chispa a la mecha, daba mira y ¡pa! ¡pa! ¡pa!, tiro tras tiro caían los saínos a sus pies. De sus hijos, ocho eran hombres y cuatro mujeres, quince en total contando los muertos.
Gerardo, representante de los Tapagüecos, trabajaba con la compañía Foster Williams. El gobierno de los Estados Unidos y el de Costa Rica construían el aún famoso puente que une a Palmar Norte con Palmar Sur y todos mis hermanos, inclusive yo, trabajábamos allí. Por eso nuestro segundo sobrenombre era Tapagüecos. Nos decían así porque cuando construíamos los cimientes de los bastiones chorreados con polvo de piedra y cemento, aparecían bolsas de aire que al despegar las formaletas, eran huecos que teníamos que rellenar y pulir con cemento. De allí el sobrenombre de Tapagüecos. ¡Tapagüecos!, nos gritaban cuando queríamos conquistar una güila. Y agregaban: ¡Muchacha! ¡Muchacha! ¡No le haga caso! ¡Es solo un Tapagüecos! Y soltaban la risa. Por eso hice la promesa de conquistar a Nenita, la que años después resultara ser mi esposa, oriunda de San Rafael de Poás, igual que los Tapagüecos donde ninguno de esos majaderos pudiera llegar.
Santiago, mi otro hermano, nunca se bañaba. Era como María del Milagro París en sentido contrario. Alfonso, David, Lorenzo, Leonardo, Abelardo y Fidel, quien les habla, era la familia de los Tapagüecos. Mis hermanas todas se casaron. A Felícitas le decíamos Fita. Alicia era la esposa de La Segua, Emilia la de don Guás y Matilde, esposa de Guaba Seca.
Yo crecí cerca del Volcán Poás. Los domingos íbamos al cráter y llevábamos una botella de vidrio cada uno. Bajábamos hasta la laguna azufrada y la llenábamos con agua para curarnos los dientes.
Al llegar a la casa el agua se dividía en dos: abajo azufre y barro cenizo. Arriba agua oscura y barrosa, verduzca y amarillenta. Esa agua la apartábamos y en la noche, con un algodón o un trapillo lleno de ese caldo, se ponía en la muela mala que de inmediato se adormecía y se aliviaba.
A los días la muela inflamada se ponía negra y se aflojaba. Tomábamos una tenaza y la terminábamos de aflojar hasta arrancarla.
Había gente que se enjuagaba la boca con el agua azufrada durante cuatro o cinco días y al mes se le veía estrenar planchas de dientes con palomillas y coronas de oro.
Este es Fidel Gómez y Nenita en el corredor trasero de su casa donde las tardes se pasan envueltas en historias.
Sin lámparas, podían distinguir el camino a media noche.
Di media vuelta, es decir, quedé para atrás. Me agaché con los pies separados y pude distinguir al frente, colocando mi cabeza entre las piernas. Así la oscuridad se disipaba y conseguía ver unos doscientos metros adelante(1). Yo quería ubicar la dirección de la calle, percatarme del guindo y advertir la presencia de Juan, el muchacho que tenía la costumbre de esconderse y asustar.
Me cubrí con la manta negra, caminé hacia él y lo abracé fuerte.
Semanas después, en la noche, me agachaba. Veía entre las piernas y nunca más pude localizar a Juan.
(1)Era costumbre de los muchachos campesinos, cuando iban a ver la novia o después del baile del turno, en noches muy oscuras, agacharse y ver entre las piernas. Aseguraban poder distinguir con claridad a unos doscientos o trescientos metros de distancia.
a
Rafa y Mambo
(Fragmento)
Rafa y Mambo no se conocían, jamás se imaginaban lo que 15 años después iba a ocurrir. Aunque uno nació en Orotina y el otro en Cañas de Guanacaste, desde que nacieron hubo una similitud en sus vidas, por ejemplo, a ninguno de los dos los echaron de sus casas, sino que ellos decidieron irse por el espíritu aventurero que tenían y por el maltrato y abuso en el trabajo, sin paga alguna, decían ellos.
Un día cogieron la alforjilla, la llenaron de chuicas viejos y dijeron ¡me voy! ¡Y se fueron!, uno para Limón y otro para el sur, a conchar banano, allá por los años 40, cuando cada quincena había uno o dos muertos por el machete de alguien que abría camino en la cabeza de algún conchero. Eso era normal en Coto 47 o en Batán donde la United Fruit Company o la Standar Fruit Company pagaban peonadas para conquistar esas zonas y así derrotar la malaria, las serpientes y la fiebre amarilla a costas de sus vidas. Cuando llegaba el fin de semana, decenas de peones iban a los puteros y tomaban hasta embrutecer. La macheta aparecía ante cualquier insulto o algo que simulara ofensivo. Solo el deseo de tantear al coco del pueblo hacía relucir la chafirra o los vergazos.
(Continúa)
Autobiografía extensa
Solamente conocí a Mamita. A los otros tres abuelitos nunca los pude ver, murieron antes que yo naciera.
Mis padres ya también murieron y cuando ellos estaban vivos, me contaban historias, durante horas, sentados en el escaño del corredor o comiendo en la cocina deliciosas tortillas de maíz amarillo que mi madre junto con Zulay, mi hermana “chineadora”, palmeaban y doraban al calor de las brasas.
Fue cuando empezó mi mente a fraguar historias y en 1995 dan su fruto al salir escritas estas leyendas en el libro “Narraciones Generaleñas” y que debido a la gran acogida, ocho años después, sale la segunda publicación a manera de Edición Especial agregándole fotos antiguas y comentarios extras.
Ante semejantes historias, ¿cómo se iban a quedar en Santa María? ¡Por Dios! ¡Tenían que venir a conocer esas yucas! Y se vinieron.
Al finalizar 1916, la familia Valverde Fallas decide aventurarse y cruzar el Cerro de la Muerte. Se afincaron en El Valle de El General conocido en ese tiempo como La Quebrada de los Chanchos. Le compran a Napoleón Barrantes Retana en mil colones el terreno que este señor Barrantes tenía ubicada del río San Isidro hacia el oeste, abarcando el centro de lo que es hoy la ciudad de San Isidro de El General.
“¡Carajo!, ¡esos chollados no me pagaron! Pero… idiay!, ¡también la regalo!”
Juan Rafael Valverde Fallas
Hijo de Mercedes Valverde (u.ap.) y de Luisa Fallas Mora. Nació en 1904 en Santa María de Dota. Rubén, Juan, Gonzalo, José, Cristóbal, Carmen, María, Rosa y Antonia eran sus hermanos (as), todos (as) marienses.
Cuando Juan Rafael tenía seis años, para el terremoto de Cartago (1910), entró a la escuela y de allí no pasó. Fue suficiente ese corto tiempo porque en las aulas conoció a mamá. Hubo ojitos y sonrisas, sonrisas que de allí no pasaron. A la edad de 12 años (1916) y sin tomarle parecer a él, se lo trajeron a pie, junto a sus tres hermanas y seis hermanos, por el Cerro de la Muerte, con sacos cargados de chunches y trillos rodeados de guindos.
En este cerro, debido a las bajas temperaturas, la ausencia de caminos, la escases de alimentos y medicinas, la falta de vecinos que ayudaran y los muchos animales salvajes que habitaban la zona, hubo muchas personas fallecidas. Estos detalles le dieron nombre al cerro. Sin embargo los inmigrantes siguieron pasando.
Mis tíos durmieron en los tres refugios del cerro. En el de Ojo de Agua, cerca del actual Restaurante Chespiritos, vieron morir un niño. Compartieron el refugio de la cima del cerro con un señor moribundo y en el de División pernoctaron con arreas de chanchos.
Papá recorrió el Camino de Mulas y arreó ganado. Durmió en la Piedra de Convento y, estando él en vida, me contó que allí, en esa piedra, fue mordido por una terciopelo enredada en el saco de dormir en su pie derecho, en el mismo donde años después recibiera un balazo por dificultades con un panameño.
La cicatriz de la mordedura de la serpiente estaba en el muslo y la del balazo en el tobillo.
En total Papá tenía cuatro cicatrices. La más grande era la del balazo que le propinó el panameño.
Poco antes de casarse, siendo aún un muchacho, tuvo que ser policía durante unos meses. El policía oficial se había ausentado y papá quedó como encargado interino.
En ese tiempo, la llanada de lo que es hoy Barrio Morazán, pertenecía a Claris Monge, mariense radicado en El General y afincado en ese lugar. Su terreno colindaba al sur con la finca del panameño el cual tenía problemas por asuntos de linderos con el señor Monge a tal punto que el panameño lo amenazó de muerte. Como papá era el policía en ese momento, Claris lo buscó y cuando papá llegó al rancho del panameño, desde el tabanco, el señor apuntaló su guápil y disparó dándole en el tobillo derecho. El panameño se perdió de la zona y Claris regresó a su tierra natal. Papá fue trasladado a caballo hasta el Hospital San Juan de Dios, desangrándose a cada paso de la bestia y con la inflamación convirtiéndose en gangrena. Aún hoy se habla de La Cuesta del Panameño, al frente del actual Bar El Corral, lugar donde sucedieron estos hechos.
La otra cicatriz, la de la mordedura de la terciopelo, estaba en el muslo de la misma pierna.
La más pequeña de sus heridas fue un balazo que recibió en la guerra del 48. Yo estaba en brazos (según cuentan), y papá nos había trasladado de donde vivíamos (actual Barrio Valverde), a una finca en Pacuarillo por considerar que allí era más seguro. Él estaba con nosotros unos días y luego regresaba a la finca.
Una vez, al ir llegando a la casa, le gritaron ¡alto!, ¿quién es usted?, y papá no contestó por lo que le dispararon y le pegaron un chaspín en una de sus nalgas.
De la última cicatriz, nunca supe la verdad de su origen. Era la más visible ya que estaba en la mano derecha. Unos dicen que fue trabajando en la finca, otros afirman que fue en una pelea. Pregunté más de una vez y nunca, incluso conversando con él, tuve una respuesta clara.
Papá se casó en 1926 con Ofelia Monge Fallas (Lita), hija de Andrés Monge Guzmán y de Catalina Fallas, conocida como doña Nina.
(2)Yendo del Liceo Unesco hacia Quebradas (San Isidro de EL General, Pérez Zeledón, Costa Rica), antes de llegar a Barrio Morazán, al frente de Bar El Corral, hay una bajadita pequeña, pronunciada y con curvas a la que aún hoy en día se le conoce como "La cuesta del panameño", nombre que obedece al incidente mencionado por ser el lugar exacto del suceso.
Andrés Monge Guzmán y Catalina Fallas Hernández (doña Nina).
La familia Monge Fallas, (10) 6 años después de los Valverde Fallas (1922) (1926), (papá se casó en 1926 ¿?) también decide trasladarse a la Quebrada de los Chanchos. Cruzan el Cerro de la Muerte y se establecen al lado este del río San Isidro, llanada que está al frente de las actuales oficinas de la Fuerza Pública (policía), incluyendo el actual Barrio San Andrés, Gravilias , El Pocito y Barrio España, extendiéndose hasta detrás del Liceo Unesco). Es decir que entre la finca de Mercedes Valverde y la finca de Andrés Monge solo los separaba el río.
Mi abuela, conocida como doña Nina, era Mamita para mí. Ella me daba huevos fritos y hacía “olla de carne“ y llenaba platos de amor. Buscaba un frasco de vidrio que tenía en el trinchante, escogía una peseta y me la daba. Aún la visualizo con su enagua larga y su delantal impecable. Fue la única abuelita que pude besar y abrazar, aunque no por mucho tiempo, porque ella murió aún siendo yo niño.
En 1930 ya tenían buenos cafetales y caña de azúcar que molían en su trapiche. Fue en esos mismos cafetales donde mi tío Néstor encontró a Talao, niño indígena de la zona de Talamanca que se quejaba, lleno de gusanos, solo y recostado a una mata de banano. Néstor lo escuchó, llamó a su papá y al ver aquel cuadro, lo curaron y lo dejaron viviendo en su casa. Talao, que ya había absorbido toda la sabiduría de sus ancestros, se convirtió con el pasar de los años, en sukia y no hubo generaleño y vecinos de otros lugares, que no vinieran, con gran fe, a buscar medicina a sus males donde el indio Talao.
Familia Monge Fallas.
De pie, a la derecha, mi abuelito Andrés Monge (que no conocí, solo en fotos). Delante de él, con una niña en brazos, es mi abuelita Mamita, doña Catalina (doña Nina). Y a la izquierda, con un niño en brazos, mi mamá doña Ofelia (doña Lita). La niña es mi hermana mayor Analive. El resto de personas son tíos y tías de la misma familia Monge Fallas.
Primero toman una finca en El Jilguero, luego otra en San Ramón y al final, en setecientos colones, le compran a Celestino Mora ……………. la finca en la cual permanecieron (permanecimos) toda la vida, ubicada en lo que es hoy Barrio Valverde incluyendo parte de Barrio Boston , Barrio San Luis, toda Tierra Prometida, yéndose hasta la calle de Pedregoso.
Analive, Miriam, Betty, Zulay, Clara, Carmen, Vilma, Daisy y quien escribe, Marcos, fuimos sus hijos. Es decir, fui el último y el único varón.
Mi madre supo entenderme. Ella, con sensibilidad de mujer campesina, captó que yo no había nacido solo para trabajos de campo. Cierto era que me gustaba la finca y los animales pero necesitaba algo más.
Mamá vendió leche, huevos, frutas y cuanto pudo, para darme los estudios y hacerme profesional. Mientras, papá dobló su espalda día a día en los trabajos rudos de su propiedad.
Ella muere el 22 de febrero de l993.
En la escuela y en el colegio solo me nombraban Marco Tulio y no fue sino hasta en la universidad que me empezaron a decir Marcos y así quedé.
Papá era un campesino y mi mamá también. Mis hermanas optaban por casarse y tener su familia, excepto dos de ellas, de las menores, una que obtuvo el bachiller y se dedicó a la locución. La otra, Daisy, se graduó como profesional. De último salí yo con aspiraciones al estudio y a esfuerzo mío y de mis padres, logré colmar anhelos.
La lectura fue (y es) una de mis pasiones y estuvo bien apadrinada por el esposo de una de mis hermanas, Edelberto Barrantes , ferviente lector y asiduo coleccionador de libros, biblioteca en la cual yo me fundía.
Edelberto me impulsó escribir desde que estaba en la escuela pero al que considero mi padrino en la escritura fue Francisco Zúñiga, escritor y director del Taller Literario El Café, década del 90.
Transcurrieron dos años más y obtuve un post-grado en el IFPM (Instituto Profesional del Magisterio). Continué en la U.N.A. (Universidad Nacional Autónoma) con Administración de la Educación. Más tarde, por razones de necesidad me dediqué a estudiar informática.
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Bajo esas circunstancias, pude cambiar de nombre y de fecha de nacimiento. Según mis datos que pude recopilar (y no mis recuerdos porque hasta allí no llegan), yo era un lactante para la guerra del 48, no gateaba aún, sin embargo en mi cédula aparece mi nacimiento en el año 45, fecha con la que yo no estoy de acuerdo. Ni con mi nombre porque papá y mamá, el día que me bautizaron (porque sí me bautizaron pero no me inscribieron), le dijeron al Padre León que mi nombre era Marconey y cuando el cura oyó este nombre, muy bravo, dijo que “no era nombre para un cristiano”. Definitivamente no quiso y mis padres accedieron a la propuesta de él: Marco Tulio.
Desde la década del 70 he sido miembro fundador de talleres y revistas literarias en Pérez Zeledón.
Libros publicados por Marcos Valverde
En la ciudad del bosque, poesía ecológica (toma de conciencia por la conservación de los Recursos Naturales y desarrollo de la capacidad apreciativa) publicado en septiembre de 1993. Editorial IPECA, editor Francisco Zúñiga.
En el 2003 publica una Edición Especial de Narraciones Generaleñas incluyendo doce fotos antiguas y comentario adjunto. Leyendas, anécdotas, relatos, etc. de la zona.
Mi siguiente libro fue América en versos publicado en octubre del 2004, prólogo de Oscar Castillo. Un canto de amor por América, reflexión ante la descomposición social que vivimos. Se puede considerar esta poesía como denuncia. Fotos a mi pueblo logradas con palabras.