A Fidel y Nenita, por el abrigo de sus manos.
A Daniel, por ser amigo de mis amigos.
Mi esposa se llama Cecilia y no Chila, decía Chispa, el yerno de Quino Chávez y de Yeca, pero cuando alguien le dice Chila, me pongo güevón y si tengo que pelear, peleo. Así era don Alejandro Gómez nacido en San Rafael de Poás a principios del siglo pasado. Él tenía un fusil de chispas que cargaba con vaqueta. Encendía el puro, le arrimaba la chispa a la mecha, daba mira y ¡pa! ¡pa! ¡pa!, tiro tras tiro caían los saínos a sus pies. De sus hijos, ocho eran hombres y cuatro mujeres, quince en total contando los muertos.
Gerardo, representante de los Tapagüecos, trabajaba con la compañía Foster Williams. El gobierno de los Estados Unidos y el de Costa Rica construían el aún famoso puente que une a Palmar Norte con Palmar Sur y todos mis hermanos, inclusive yo, trabajábamos allí. Por eso nuestro segundo sobrenombre era Tapagüecos. Nos decían así porque cuando construíamos los cimientes de los bastiones chorreados con polvo de piedra y cemento, aparecían bolsas de aire que al despegar las formaletas, eran huecos que teníamos que rellenar y pulir con cemento. De allí el sobrenombre de Tapagüecos. ¡Tapagüecos!, nos gritaban cuando queríamos conquistar una güila. Y agregaban: ¡Muchacha! ¡Muchacha! ¡No le haga caso! ¡Es solo un Tapagüecos! Y soltaban la risa. Por eso hice la promesa de conquistar a Nenita, la que años después resultara ser mi esposa, oriunda de San Rafael de Poás, igual que los Tapagüecos donde ninguno de esos majaderos pudiera llegar.
Santiago, mi otro hermano, nunca se bañaba. Era como María del Milagro París en sentido contrario. Alfonso, David, Lorenzo, Leonardo, Abelardo y Fidel, quien les habla, era la familia de los Tapagüecos. Mis hermanas todas se casaron. A Felícitas le decíamos Fita. Alicia era la esposa de La Segua, Emilia la de don Guás y Matilde, esposa de Guaba Seca.
Yo crecí cerca del Volcán Poás. Los domingos íbamos al cráter y llevábamos una botella de vidrio cada uno. Bajábamos hasta la laguna azufrada y la llenábamos con agua para curarnos los dientes.
Al llegar a la casa el agua se dividía en dos: abajo azufre y barro cenizo. Arriba agua oscura y barrosa, verduzca y amarillenta. Esa agua la apartábamos y en la noche, con un algodón o un trapillo lleno de ese caldo, se ponía en la muela mala que de inmediato se adormecía y se aliviaba.
A los días la muela inflamada se ponía negra y se aflojaba. Tomábamos una tenaza y la terminábamos de aflojar hasta arrancarla.
Había gente que se enjuagaba la boca con el agua azufrada durante cuatro o cinco días y al mes se le veía estrenar planchas de dientes con palomillas y coronas de oro.
Este es Fidel Gómez y Nenita en el corredor trasero de su casa donde las tardes se pasan envueltas en historias.
Sin lámparas, podían distinguir el camino a media noche.
Di media vuelta, es decir, quedé para atrás. Me agaché con los pies separados y pude distinguir al frente, colocando mi cabeza entre las piernas. Así la oscuridad se disipaba y conseguía ver unos doscientos metros adelante(1). Yo quería ubicar la dirección de la calle, percatarme del guindo y advertir la presencia de Juan, el muchacho que tenía la costumbre de esconderse y asustar.
Me cubrí con la manta negra, caminé hacia él y lo abracé fuerte.
Semanas después, en la noche, me agachaba. Veía entre las piernas y nunca más pude localizar a Juan.
(1)Era costumbre de los muchachos campesinos, cuando iban a ver la novia o después del baile del turno, en noches muy oscuras, agacharse y ver entre las piernas. Aseguraban poder distinguir con claridad a unos doscientos o trescientos metros de distancia.
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