sábado, 4 de septiembre de 2010

El equilibrio del reparto






















El Equilibrio del Reparto





Millenium
(Turistas de "huevo duro" y los Oficiales de Tránsito)

Algo muy íntimo

¡Qué tuanis!

Tío

Yuba

Guapo

La guerra de los íconos

Yo soy Giselle

Yo no soy Giselle

Diputado
(Cuestiones de política)

El triángulo de Drake

La procesión de los lirios
Dedicado a Sierpe




Marcos Valverde




EL EQUILIBRIO DEL REPARTO













Marcos Valverde




2005








ÍNDICE







Índice
Dedicatoria
El equilibrio de reparto
Noche inmensa(y el grillo)
Millenium (Turistas de "huevo duro" y los Oficiales de Tránsito)
Algo muy íntimo
¡Qué tuanis!
Tío
Yuba
Guapo
Yo soy Guiselle
Yo no soy Guiselle
Diputado(cuestiones de política).
Víctor Balín Rosquilla
La guerra de los íconos
La procesión de los lirios
Cuotidiano
El triángulo de Drake
Antara
Únicos residuos vivientes
Descubrimiento
Cantos


















…a la reflexión.





EL DIPUTADO
(cuestiones de política)




El apellido del esposo de la señora era medio enredado, como medio enredada había sido la vida de esta señora después del impacto de cuatro balazos  que le habían quitado la vida a su esposo en la Carretera Interamericana del Cerro de la Muerte. Y cuando alguien le preguntaba sobre este asunto, nada más decía:
                  
“cuestión de drogas”.

Ella tapaba este tema porque a pesar de que su hijo menor era delgado y moreno como su esposo, no era su esposo el papá de este niño, sino un maestro con características similares a las del chiquillo, pero desnutrido a causa del alcoholismo. Su esposo era un verdadero fortachón, razón por la cual nadie se tragaba esta yuca(1), a tal punto de que le revisaron al niño las  partes íntimas y su falo resultó ser demasiado pequeño, poniendo en duda su virilidad.

Definitivamente no debemos ponerle este apellido al niño, decían los vecinos, que se quede con los de la madre. Y la madre fue tomando el asunto tan a pecho, que en acto desesperado, unió su existencia a la peor proposición que hubiera recibido en toda su vida;  un señor con el cual nadie  había podido tener buenas relaciones y el cual su madre se lo prohibía;  era cuando ella, a galillo abierto(2) y a  cada rato, cantaba:

              “Mi madre me lo decía,
               mi madre me lo decía
               con este cabrón no te metas;
               mami, yo no tengo la culpa,
               mami, yo no tengo la culpa
               que a mí me guste el chancletas,
               que a mí me guste el chancletas…”.

Y después que repetía estos versos, pensaba que su madre tenía razón, pues este señor  era  de mal carácter, mandón, machista,  exigente,  con la creencia que todo el mundo debía hacerle caso y que, de lo contrario se entraba al terreno equivocado. Él sentía que el barrio  era de él y que él era la máxima autoridad, a tal punto de creer tener derecho sobre la privacidad de la gente. Este complejo de autoridad lo traía desde joven pues había sido policía en su pueblo y las peores atrocidades fueron cometidas en nombre de la ley. La gente lo sabía pero le temían y optaban por sonreírle y saludarlo para no tener broncas con ese hijueputa, decían, porque era capaz de alterar fechas, inventar acontecimientos, injuriar y calumniar con tal de  ganar la disputa.

  A su compañera más de una vez la tomó de las mechas  y la quiso golpear;  a su hijastro le prohibía salir de su casa después de las seis de la tarde y si pretendía hacerlo, lo dejaba castigado por  más de una semana, hasta que un día, al cumplir el muchacho  quince años, se negó a hacerlo armándose tal pereque que hasta el O.I.J. intervino, teniendo que allanar la propiedad. Seguramente fue por estas razones  que el chiquillo abandonó la casa y se convirtió en alcohólico.

Ya sin el hijo, la señora continuaba con su “unión libre”, dicen que por chantaje pues la casa donde vivían, su compañero se la había prometido a ella  pero al ver que nadie le obedecía, negó su compromiso.

La desesperación de la señora por tener que vivir sola y en la calle, fue tanta que consultó con un abogado sobre sus derechos legales.

El señor era un campesino sin escolaridad y desconocía sus obligaciones. Al darse cuenta de la posibilidad de ir a la cárcel, simuló padecer del corazón, aparentando tremendos ataques. Fue cuando la Cruz Roja tuvo que llegar hasta la casa en disputa y llevarlo al hospital, pero los médicos cuando se percataron de la simulación, decidieron no poner mano en el asunto.

 La casa le tocó a la señora, lo único era que no podía venderla hasta que el “dictador” muriera, suceso no muy lejano debido a la diferencia de edades.
Al niño le concedieron derecho de poder salir a la hora que quisiera sin que nadie pudiera impedirlo.
El ofensor, al sentirse como chuica viejo(3), decidió postularse en la política, porque sentía necesidad de ser importante y reconocido, de hacer algo donde, en alguna placa, figurara su nombre. Se metió en comités,  directivas,  juntas, asociaciones y  hasta en un club de mujeres embarazadas con tal de ayudar, decía él, siendo reconocido que padecía de  directivitis y   plaquitis, ofreciéndole a la gente bonos y alcantarillas para cualquier caño enmontado.

Su mayor desfachatez fue cuando llegó a un pueblo e imitando a un reconocido Jefe de Estado y robándole su idea, dijo:

                 “…y yo les prometo el puente”, pero como no había río, al darse cuenta de su metida de patas, agregó:

                 “…y  prometo hacerles el río”.
   
Algunos le creyeron pero otros un poco más astutos, empezaron a tenerle desconfianza y a ponerle apodos como aquel de “el diputado plaqueta” o “el diputado alcantarilla”. Le sacaron  trapos sucios, como cuando dejó paralítico a un muchacho al darle una paliza con el garrote de policía, o como cuando le dio con un block a  aquel señor desnutrido que vivía en el precario y que, cuando estaban trabajando en la construcción de la escuela, por no hacerle caso, le zampó con el block por la cabeza. También se llegó a saber que este señor era el que iba a mal informar a la Municipalidad o a cualquier Ministerio,  invadiendo la vida privada de los vecinos, aprovechando pequeños detalles de las leyes  para incomodar. Siempre se andaba fijando en las orillas de calle, en los planos de construcción y de lotes, en los riachuelos, en los desagües, en las madres solteras, en los recibos de impuestos, en los muchachillos que fumaban o se acostaban tarde…, pero el mayor hallazgo fue cuando la gente se dio cuenta la vez que, siendo policía, se había ido para San José y luciendo  uniforme y  pistola, en un bar capitalino, donde por cosas de la vida y por sentirse a gusto con algunos muchachos de reputación cuestionable, después de haberse tomado unos tragos, le sucedió lo de la vieja cumbia que decía:
                                                             “Yo tengo un amigo
                                                  que cuando está borracho
                                                           se le sienta en las piernas
                                                           a sus amigos.
                                                           Pobre hombre
                                                           cuando se emborracha.
                                                           Se le moja la canoa,
                                                           se le moja la canoa…”,

a tal punto de que, ante proposiciones obscenas, los muchachos le robaron la placa y la pistola.

 Meses después, en una “compra y venta” de calle 12,  la placa era vendida en cien colones y la pistola se había visto involucrada en un crimen de los barrios del sur. Se creía que su carrera de diputado había llegado al final, pero, más de quince años después, en una campaña política, las encuestas decían que este señor sería el ganador.



(1)Nadie se tragaba esta yuca: nadie creía.
(2)A galillo abierto: con la boca bien abierta.
(3)Como chuica viejo: como prenda de vestir vieja y despreciada.



¡QUE TUANIS!



   


         El asfalto apenas cubría una parte de la calle,  sólo llegaba hasta la esquina, luego seguía  un camino de  piedras que  se convertía rápidamente en una multitud de huecos; la bajada casi se unía al puente de madera que estaba esperándonos antes de llegar al lodazal. Cuando los saltos se volvían imposibles,  la  casa de Richard  aparecía en un cruce de trillos.

A  Rolber no  le gustaba  siquiera pasar por el frente de la casa de Richard pero… ¿qué podía hacer?, ¡no se la iba a brincar!  Sencillamente tenía que hacerlo si quería  llegar a su chante(1). Y sabía que en ese momento Richard estaba  en su cuarto, acostado, pensando,  haciendo nada. Ya iba llegando al cruce y tenía que inventar  algo para avisarle al compa(2), sin que su madre se diera cuenta. Tomó una bolsa plástica pequeña, cruzó la cerca y se escondió en el palo de mandarinas ácidas, cogía frutas con su mano derecha mientras la izquierda sostenía la bolsa y silbaba al mismo tiempo, silbido particular que de seguro su amigo oiría y comprendería al instante. Rolber y la madre de Richard no se querían, ambos se detestaban y el concepto que cada uno de ellos tenía del otro era terrible; las pocas veces que hablaron, sólo se escuchaban palabras  como zorra(3), playo(4), pijo(5)… ¡Era imposible tenerlos en el mismo lugar sin que empezaran una guerra!

    Rolber venía de la ferretería “El Trueno”, iba estrenando una camisa de marca y había comprado un frasco bien tapadito, el cual, todavía sin olerlo, adivinaba que le iba a llegar hasta el cerebro.

    -¡Que tuanis!(6),-repetía mentalmente chupando el sol de las 11. “Ya voy a llegar. Esta montaña es toda y es un buen chante. Los compas están avisados y esto va a ser un fiestón. Eluar no tarda en llegar, porque ese sí es arrecho(7)  para esa vara. Además, ese maje va a traer mecha y Richard no sé cómo putas consiguió Cacique. Hoy le vamos a dar por la pava”(8).
   
Rolber terminó de caminar: había llegado a su chante; hizo un nido en la hojarasca y se acostó estiró su delgado cuerpo de 16 años. Medía 1,71 y sus músculos  eran como coyundas rellenas de fibras y cuando se tensaban podían dar un impacto en el adversario capaz de romperle la quijada.
   
Como a los quince minutos, las hojas empezaron a quebrarse y unos pasos emitieron ondas que fueron captadas por el oído de Rolber. “Es Eluard -se dijo-  y no tarda en llegar Richard”.

    En efecto, poco rato  después apareció el más joven del grupo, alumno de tercer año, muchacho de gran imaginación y poder creativo, pero frustrado por el mal trato de su madre, una persona maliciosa que juzgaba a los demás midiéndolos con la maldad de sus propios actos. Richard venía con Vinchi,  el mayor y más enano de todos.

    El saludo fue un acto ceremonioso, todo un proceso de mil recovecos y mañas. Comentaron rápidamente algún chisme y… ¡a lo que vinimos! Cada cual buscó lo que deseaba repitiendo en voz alta y con entusiasmo: “¡que fiestón!, ¡maje, que tuanis!, ¡que toda!”. Y mientras Rolber fumaba mecha(9), el otro inhalaba cemento(10) y el otro tomaba Cacique(11).  Se intercambiaban las drogas haciendo comentarios de cuál era la mejor.

    Poco a poco aquella fiesta diurna se fue tornando más y más selvática hasta que Richard exclamó enloquecido:

    -Maje, maje… ¡Me voy! ¡Me voy! ¡Qué tuanis, ¡maje! ¡Qué tuanis!, ¡me voy!,  ¡qué viaje más tuanis!, ¡qué viaje!, ¡qué viaje!, ¡qué viaje más tuanis!- 
Y comenzó a rodar por la pequeña pendiente chocando contra los árboles, llevándose ramas  troncos de arbustos con su cuerpo y llenándose su cara de hojas secas.

    Eluard cantaba:

    -Yo soy una rosa, una rosa hermosa, una rosa que flota. Yo soy… yo soy… yo soy… yo soy un violín, un violín, un violín, un violín…-  Y continuaba con su nariz tapiada de cemento, con su garganta reseca por la mariguana y  con aliento a licor.

    Rolber inhalaba cemento una y otra vez, era el que tenía más experiencia. Tantas veces inhaló que su frasco se fue gastando y cuanto más rato, lo tenía que volcar más. De vez en cuando  alguna gota caía en su cara; después eran chorritos que se deslizaban por sus mejillas y por fin se decidió hacer lo que hacía rato quería hacer. Volcó más el frasco  y el fino chorro de cemento caía en su boca y poco a poco lo iba degustando. Cuanto más lo probaba, más le placía la sensación de  la goma cayendo en su estómago.  Allí fue la locura. Ya no podía hablar, ni siquiera tartamudear. La respiración se le hacía difícil y si intentaba  pararse, sus piernas se doblegaban al peso de la droga. Llamaba a Richard, luego a Eluar, pero de su garganta  salía algo similar a un graznido. Puso las manos al suelo  y sintió como las hojas secas se pegaban a su piel. Trató de limpiarse  la cara  y quedó un forro seco y café en sus mejillas y resto de la cara que le tapaban toda visibilidad.

El viaje más fuerte llegó. Le arrebató su mente. Lo hizo rodar hasta el fondo y no volvió a saber más de su amigo.

     Entró en trance, en trance…

    Se fue lejano, lejano, lejano… en el aire, aire, aire, aire… Caminaba aba aba aba… con alas alas alas alas… oía, oía, oía… y se iba y se iba y se iba y se iba… lejos, lejos, lejos, lejos… doooooooonnddeeee naaaaaaaaaaccceee aaaqueeeeeeel viiiiiiiiiiiiiiiooooooooooolíííííííííííííííííííín.

    Su cara se iba deformando cada rato más. Sacaba la lengua  con dimensiones  bestiales. Sus ojos desorbitados daban la sensación de que se iban  a  salir de sus cuencas. Los labios estaban azules  y los dientes sobresalían  de sus encías  rojas mientras tomaban  sus colmillos características  vampirezcas.  Gesticulaba incoherentemente  hasta que logró decir:

    -Que venga  el espíritu y se posesione de mí-.

    Todos se colocaron en círculo alrededor de Rolbert y él con más intensidad gesticulaba y se esforzaba por dar cabida en su alma al espíritu que estaba tratando de entrar sin darse cuenta que en lo más profundo de su ser había una lucha entre dos espíritus, uno que habitaba en él y el otro que quería desplazarlo o  hacerle compañía.

    El espíritu dueño de su alma no permitía competencia y se iba agudizando el conflicto interno. El clímax llegó a tal extremo que los mismos compas hacían esfuerzos para ayudar a Rolber  en su desesperación. De pronto empezó a gritar:
                                  
 -¡Vanchi! ¡Vanchi! ¡Recíbalo! ¡Recíbalo! ¡Es tuyo! ¡Él quiere estar en ti! ¡No soporto más! ¡Recíbalo! ¡Por’fa! ¡Recíbalo!

    Una transformación interna se fue dando en Vanchi hasta el punto de gritar:
-¡Apártense de mí! ¡Richard! ¡Eluard! ¡Apártense de mí! ¡Apártense antes de que les haga daño! ¡Apártense! ¡No soy yo! ¡Mírenme! ¡Soy diferente! ¡Apártense! ¡Apártense! ¡Rápido! ¡Apártense!
    Jadeó un poco, apretó su cabeza entre sus manos y  un silencio diabólico se apoderó de la fiesta. Pasaron los minutos y mucho rato después, una aparente calma nació entre ellos y la fiesta continuó con ritmo normal.

    A la mañana siguiente, una camisa Levis azul de ácido wash(13) estaba en el fondo de la changua(14).




(1)Chante:  lugar donde se vive o descansa.
(2)Compa: compañero.
(3)Zorra: mujer promiscua, prostituta.
(4)Playo: homosexual.
(5)Pijo: mariguano, que usa “mecha”, mariguana.
(6)¡Qué tuanis!: pachuquismo que significa ¡qué bien!, ¡pura vida!
(7)Arrecho: “ese maje si es arrecho para esa vara” significa  que esa persona es muy buena para hacer tal o cual cosa.
(8)Le vamos a dar por la pava: vamos a hacer lo planeado.
 (9)Mecha: mariguana.
(10)Cemento: pegamento de zapatería que algunos emplean como G alucinógeno.
(11)Cacique: licor costarricense bastante popular y conocido internacionalmente.
(12)Ácido Wash: moda en las prendas de vestir que estuvo en la década del 90. Consistía en manchones en la tela hechos con cloro o algo similar. También se usaba desteñir  la tela no en manchones sino parejo.
(13)Changua: acequia con agua un poco estancada.


 

YUBA
    

Era un buen paisaje para observar las olillas golpeando las piedras  y, como miles de barquichuelas  soltadas por los sotas, continuaban su aventura  apresurada en la avenida húmeda del río. Era el Barrio Nuevo del tostado pueblo, donde  años atrás, un chiquillo jugaba entre los charcos con un tractor  de carrucha, candela y hule retorcido(1).

    El distrito,  quizás el más caliente del cantón, tenía un río de aguas    templadas que se deslizaba entre las cobijas de follajes.

“Mi hijo nació atravesado y después, cuando fue creciendo, siguió igual: atravesado. Desde antes de nacer él, yo  predecía que algo raro debía tener mi hijo. Y cuando nació, lo confirmé, pues una mariposa amarilla voló sobre su cabeza, dio trece vueltas  seguidas y después se esfumó por las persianas… ¡ay, mi hijo!”, decía la madre.
   
    “¡Hijueputa el mocoso que llegue a molestar!”, decía el niño  que insistentemente buscaba la soledad.

    Fue creciendo hasta llegar a la escuela con no muy buenos recuerdos, y  del colegio… pues ni un año aprobó, no porque fuera tonto, sino, porque algo había en él que lo hacía diferente;  siempre pensaba en lo que no tenía; por ejemplo, en su padre y el porqué de sus nueve hermanas, unas rubias, otras morenas y hasta de ojos rasgados.

    Cuando le decían  ¡Yuba!,  repondía con sus ojos grandes y negros rodeados de  pestañas crespas, una nariz afilada, mentón con hoyuelo y dos camanances, retratando un alma buena necesitada de comprensión a sus múltiples interrogantes.

    Conforme fue creciendo, se fueron formando en él dos corrientes, una de un amor intenso por  sus hermanas y otra de un odio revuelto con rencor y duda, principalmente cuando en horas de la noche oía traquear la cama de su madre en forma insistente y rítmica, fenómeno que fue poco a poco asociando con las visitas de ciertos señores que  le robaban el amor materno.

 Cuando sus hermanas  crecieron no pudo soportar más. El ruido de todas las camas se le hizo inaguantable. Aquel traqueteo le parecía la sinfonía de todos los grillos, el quejido eterno de los  muertos, la respiración sofocada de asmáticos, la lucha campal de los músculos…

 Meses después, la situación empeoró. A sus hermanas y a su madre les fue creciendo el ombligo  hasta quintuplicar la población de su casa y  lo que era su comida tuvo que repartirse entre tres. “¿Por qué sucede esto? ¿Tendrá que ser así?”, se repetía  insistentemente hasta ir madurando poco a poco la trágica decisión de irse de la casa.

-¡Yo me largo de aquí! ¡Yo me largo!(2) -y se fue.

“¡Adiós madre!” fue toda la despedida. Nunca le reclamó nada, nunca le explicó el motivo de su decisión porque su sufrimiento era interno e interno se debía quedar, así pensaba aquel mozalbete de escasos catorce años.

    Y todos,  aunados al lamento del río, lloraban, porque a pesar de todo se querían. Un nudo de  pensamientos, un nudo de miedos mezclados con  amor y odio, incomprensión a ratos vacía, a ratos llena.

    Fueron minutos amargos que convirtieron esa despedida en heridas nocturnas repletas de lluvia y voces roncas  laceradas por mil truenos.

Un guindo abierto al caminar lo perseguía, desamparado, impotente, como si la soledad inmensa del cosmos lo apretujara tanto hasta llegar a tener que depositar esa soledad en una cajita que luego colocaría  en el  letargo de su corazón y que después la dejaría dilatarse hasta llegar a la explosión del llanto. ¿Llanto…? ¡No! ¡Llanto no¡ ¡Jamás lloraría! ¡Jamás! ¡Menos donde su madre y sus hermanas lo vieran!

Yuba caminó por las calles. Tocó mil  puertas y miró a los ojos. Visitó iglesias y escuchó sermones; creyó necesitar a alguien, alguien  en quien confiar y  escuchar, a quien esperar, a quien llamar y que lo llamara.
 
    Siguió por las calles, tocó más puertas,  siguió mirando a los ojos y conociendo caras de una y otra forma que iban acrecentando más su amargura, pues en todas encontró máscaras de diferentes formas y colores, pero al fin ¡máscaras!
 Supo lo que fue amanecer abrazado al frío de la Sabana, pasar por los ventanales  de los  MacDonald’s  con días de no comer, observó hamburguesas y hot dogs aún humeantes junto a un chiquillo hijo de papi(3) el cual abría sus tarascas(4) a más no poder dándole mordiscos a aquel pan crujiente que desaparecía poco a poco de los ojos del muchacho.

Supo lo que fue ser carajeado y despreciado por cualquier imbécil. Tuvo que lavar carros y asear cloacas por comida. Conoció drogas y redadas. Fue amigo de  traidores y ladrones. Al fin aprendió cómo ganarse la plata fácilmente en la avenida sólo con volver a mirar los autos.

    “¿Qué estará haciendo mi madre? ¿Cuánto hace que no la veo? ¿Y que no la llamo?, ¿sabrá lo que he sufrido?, ¿se imaginará lo que  he tenido que hacer para olvidar?”

Pasaron  cuatro años y el teléfono sonó: “¡Madre! ¡Soy yo! ¡Perdóname!  ¿Cómo estás?, yo bien. No te preocupes,  madre, no te preocupes. Todo bien. Todo bien. Aquí el dinero no falta. A veces  voy a la avenida, tengo muchos amigos. Sí, mami, son buenos. Algunos tienen mucha plata. Por favor, mami, no desconfíe de mí. Sí… algunos tienen buenos carros y vamos a miradores y hoteles y con frecuencia visitamos diferentes playas. Los carros ya casi los sé manejar. ¡Por favor, no seas desconfiada! Sí…, no te preocupes, madre, no te preocupes, que generalmente de allí no pasa a más”.

    El teléfono estaba en el auto y unas canas mimaban su piel.









(1)Tractor de carrucha, candela y hule retorcido y dos trocitos de candela  colocados  cada uno en los extremos  y unidos por una tira de hule que al retorcerse con una pequeña palanca, hacía caminar al tractor. La carrucha la tomaban los chiquillos cuando el hilo se  terminaba.
El hilo para coser venía en carruchas arrollado en un centro de madera y cuando se gastaba el hilo, ese centro quedaba sin uso. Los chiquillos lo tomábamos, le poníamos una tira de hule de neumático por el hueco de la madera. Por un lado del hule lo sosteníamos con un clavo pequeño y por el  otro extremo le poníamos un trozo pequeño de candela para que resbalara al contacto con la madera. En el otro extremo del hule, es decir a la par de la candela, le colocábamos una pequeña palanca. Al retorcer el hule con la palanca, el tractor caminaba.
(2)Yo me largo: yo me voy.
(3)Hijo de papi: hijo de padres ricos.
(4)Tarascas: mandíbulas.













GUAPO

    Cuando clavaron las tablas,  las habían estirado más de lo normal pretendiendo cerrar las paredes con pocas y dejaron un montón de rendijas. Luego, cuando se  secaron,   se encogieron mucho más y se notaba en ellas una rebeldía a estar clavadas,  cualquiera juraría que iban a morir por estrangulamiento. Por supuesto, las rendijas  tomaron, con el tiempo,  mayores dimensiones y llegaron a medir más  de tres dedos, el doble  de lo que una mirada pueda esculcar todos los rincones de la habitación.  Por eso, eran miles de ojos los que diariamente  violaban la intimidad de aquel hogar.  Allí vivía el Guapo, más conocido como el Guapo del Barrio, muchacho de miles contrastes que se palpaban en cualquier detalle.

Su cara era la de Marlon Brando, espigado, con paso elegante y   gestos   llenos de  pedantería;  su mirada altanera penetraba los cerebros y  atravesaba  muros,  sus ojos entrecerrados dejaban un punto marcado como si fuera una máquina  de soldar.

   Él  se sabía guapo, sabía que las chicas se morían por él y que ninguna aceptaba nada en serio porque la casa… ¡ah…!, ¡qué casa…! Era denigrante tener un novio que viviera allí. ¿Qué podía tener una persona en  esas condiciones?
    Toque a toque le preguntaba a su espejo por el chico más esbelto del barrio y éste, aunque no fuera mágico,  le devolvía su figura.

    Así fue creciendo, con la contradicción siempre a su lado,   buscaba alternativas y ahorraba lo más posible con tal de tener las prendas de vestir adecuadas,  pero lo más posible era nada, o casi nada.


    El conflicto de la casa era más profundo que el asunto de las prendas, pues si bien era cierto que a duras penas podía ahorrar para ir a las vitrinas a buscar la palabra Nike o Fila, la casa requería más dinero, ¡claro!, ¡mucho más dinero!, ni siquiera podía cubrir las rendijas.

    Sin embargo, su gusto se fue haciendo más exigente y el dinero más escaso,  entonces decidió hacer suyo lo ajeno y vender ciertas yerbas en el barrio, actividad que le produjo suficiente dinero;  su madre, chichosa y autoritaria, no se explicaba los milagros del muchacho cuando vio que estrenaba ropa con más frecuencia y que tapaba algunas rendijas,  pero para no hacer más discusiones en casa, se daba por satisfecha.  Aquello de tener pleitos con ese diablo ¡no era jugando!,  y además, la guerra de platos no servía de nada en  la cocina.

Cuando el Guapo usaba prendas nuevas,  se notaba. Su caminar se volvía más rítmico, más pausado, como queriendo atraer las miradas y en verdad que fue logrando su objetivo. Era notable que los autos aminoraban su carrera al toparlo y que algunos se detuvieran en el faldón. “¡Qué raro!”,  decía  con cierta ingenuidad, “¿por qué los autos se detienen?”

Pero su aparente inocencia fue cambiando hasta que un día decidió abrir la puerta de un  lujoso carro  e irse más allá.
   
No se sabe qué le dijeron o qué le prometieron esas  personas, lo cierto es que desde ese momento tomó poses de artista;  en el parque, en el billar, a la entrada de los cines y hasta para abordar el bus, su mirada era más expresiva. La gente volvía a ver y cuchicheaba entre dientes: “¡pero si es el que vive en el cuartucho!”
   
-¡Maldición! ¡Maldición! ¡Mil veces maldición!-, gritaba a pulmón lleno por las rendijas y, desde su barrio, el eco se iba a espantar los perros del Liceo Unesco que frenéticos daban aullidos toda la noche.

    Sin embargo, cuando salía a la calle y se había alejado unos cien metros, cuando ya no se veía su casa, el Guapo era el Guapo, el Guapo del barrio, del barrio de los Pescuezo, y asumía plantes y poses, y hasta en la gradería de los toros buscaba el lugar más estratégico para dominar, inclusive, a los furiosos rumiantes que lo miraban ensimismados y boquiabiertos haciendo hilos de babas.

Luego, el Guapo recibía los aplausos de la gente que poco a poco desfilaba delante de él, y en profunda meditación permanecía solo en las gradas, sin permitir la presencia de nadie a su lado.

    Los carros deportivos se hacían más frecuentes, decía que nada más los miraba  y que con cierta agilidad escurría la mano hasta la bolsa del amigo sin mayor problema; su dominio sobre los demás fue tanto que con solo fijar su mirada en el entrecejo,  le daban lo que él quería.

    En su cuerpo, el Guapo no permitía una mancha, una espinilla, un rasguño, ¡nada!: se sentía perfecto.

    Llegó a tener tanta confianza en su belleza que desechó el espejo, no volvió a mirarse más en él; se bañaba, se peinaba, se ponía sus prendas y con la mayor de las seguridades se iba a bailes, paseos y conquistas nocturnas.

    En los años siguientes, aún  con la manía de no verse en el espejo,  su encanto fue creciendo hasta llegar a convertirse en el predilecto de la ciudad,  sin burlas, sin chismes, la gente lo aceptaba así, tal y como era.

    Llegó la moda de la colita  y  no sabía si dejársela o no. Lo pensó una y mil veces hasta que decidió consultarlo con su espejo que por años había permanecido empolvado. Se asomó y al verse con manchas, se sintió tan destrozado que tomó el espejo y lo trituró en mil pedazos y un pico lo incrustó en su yugular.

Cuando el Guapo boqueaba,  sus dedos ensangrentados se resbalaron sobre un pedazo  del vidrio y la figura del muchacho se reflejó  sin manchas.



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