El Equilibrio del Reparto
Millenium
(Turistas de "huevo duro" y los Oficiales de Tránsito)
Algo muy íntimo
¡Qué tuanis!
Tío
Yuba
Guapo
La guerra de los íconos
Yo soy Giselle
Yo no soy Giselle
Diputado
(Cuestiones de política)
El triángulo de Drake
La procesión de los lirios
Dedicado a Sierpe
Marcos Valverde
EL EQUILIBRIO DEL REPARTO
Marcos Valverde
2005
ÍNDICE
Índice
Dedicatoria
El equilibrio de reparto
Noche inmensa(y el grillo)
Millenium (Turistas de "huevo duro" y los Oficiales de Tránsito)
Algo muy íntimo
¡Qué tuanis!
Tío
Yuba
Guapo
Yo soy Guiselle
Yo no soy Guiselle
Diputado(cuestiones de política).
Víctor Balín Rosquilla
La guerra de los íconos
La procesión de los lirios
Cuotidiano
El triángulo de Drake
Antara
Únicos residuos vivientes
Descubrimiento
Cantos
…a la reflexión.
EL DIPUTADO
(cuestiones de política)
El apellido del esposo de la señora era medio
enredado, como medio enredada había sido la vida de esta señora después del
impacto de cuatro balazos que le habían
quitado la vida a su esposo en la Carretera Interamericana del Cerro de la
Muerte. Y cuando alguien le preguntaba sobre este asunto, nada más decía:
“cuestión de drogas”.
Ella tapaba este tema porque a pesar de que su hijo
menor era delgado y moreno como su esposo, no era su esposo el papá de este
niño, sino un maestro con características similares a las del chiquillo, pero
desnutrido a causa del alcoholismo. Su esposo era un verdadero fortachón, razón
por la cual nadie se tragaba esta yuca(1), a tal punto de que le
revisaron al niño las partes íntimas y
su falo resultó ser demasiado pequeño, poniendo en duda su virilidad.
Definitivamente no debemos ponerle este apellido al
niño, decían los vecinos, que se quede con los de la madre. Y la madre fue
tomando el asunto tan a pecho, que en acto desesperado, unió su existencia a la
peor proposición que hubiera recibido en toda su vida; un señor
con el cual nadie había podido tener
buenas relaciones y el cual su madre se lo prohibía; era cuando ella, a galillo abierto(2) y
a cada rato, cantaba:
“Mi madre me lo decía,
mi madre me lo decía
con este cabrón no te metas;
mami, yo no tengo la culpa,
mami, yo no tengo la culpa
que a mí me guste el chancletas,
que a mí me guste el
chancletas…”.
Y después que repetía estos versos, pensaba que su
madre tenía razón, pues este señor
era de mal carácter, mandón,
machista, exigente, con la creencia que todo el mundo debía
hacerle caso y que, de lo contrario se entraba al terreno equivocado. Él sentía
que el barrio era de él y que él era la
máxima autoridad, a tal punto de creer tener derecho sobre la privacidad de la
gente. Este complejo de autoridad lo traía desde joven pues había sido policía
en su pueblo y las peores atrocidades fueron cometidas en nombre de la ley. La
gente lo sabía pero le temían y optaban por sonreírle y saludarlo para no tener
broncas con ese hijueputa, decían, porque era capaz de alterar fechas, inventar
acontecimientos, injuriar y calumniar con tal de ganar la disputa.
A su
compañera más de una vez la tomó de las mechas
y la quiso golpear; a su hijastro le prohibía salir de su casa
después de las seis de la tarde y si pretendía hacerlo, lo dejaba castigado
por más de una semana, hasta que un día,
al cumplir el muchacho quince años, se negó
a hacerlo armándose tal pereque que hasta el O.I.J. intervino, teniendo
que allanar la propiedad. Seguramente fue por estas razones que el chiquillo abandonó la casa y se
convirtió en alcohólico.
Ya sin el hijo, la señora continuaba con su “unión libre”,
dicen que por chantaje pues la casa donde vivían, su compañero se la había
prometido a ella pero al ver que nadie
le obedecía, negó su compromiso.
La desesperación de la señora por tener que vivir
sola y en la calle, fue tanta que consultó con un abogado sobre sus derechos
legales.
El señor era un campesino sin escolaridad y
desconocía sus obligaciones. Al darse cuenta de la posibilidad de ir a la
cárcel, simuló padecer del corazón, aparentando tremendos ataques. Fue cuando
la Cruz Roja tuvo que llegar hasta la casa en disputa y llevarlo al hospital,
pero los médicos cuando se percataron de la simulación, decidieron no poner
mano en el asunto.
La casa le
tocó a la señora, lo único era que no podía venderla hasta que el “dictador”
muriera, suceso no muy lejano debido a la diferencia de edades.
Al niño le concedieron derecho de poder salir a la
hora que quisiera sin que nadie pudiera impedirlo.
El ofensor, al sentirse como chuica viejo(3), decidió
postularse en la política, porque sentía necesidad de ser importante y
reconocido, de hacer algo donde, en alguna placa, figurara su nombre. Se metió
en comités, directivas, juntas, asociaciones y hasta en un club de mujeres embarazadas con
tal de ayudar, decía él, siendo reconocido que padecía de directivitis
y
plaquitis, ofreciéndole a la gente bonos y
alcantarillas para cualquier caño enmontado.
Su mayor desfachatez fue
cuando llegó a un pueblo e imitando a un reconocido Jefe de Estado y robándole
su idea, dijo:
“…y yo les prometo el puente”,
pero como no había río, al darse cuenta de su metida
de patas, agregó:
“…y prometo hacerles el río”.
Algunos le creyeron pero
otros un poco más astutos, empezaron a tenerle desconfianza y a ponerle apodos
como aquel de “el diputado plaqueta” o “el diputado alcantarilla”. Le
sacaron trapos sucios, como cuando dejó
paralítico a un muchacho al darle una paliza con el garrote de policía, o como
cuando le dio con un block a
aquel señor desnutrido que vivía en el precario y que, cuando estaban
trabajando en la construcción de la escuela, por no hacerle caso, le zampó con el block
por la cabeza. También se llegó a saber que este señor era el que iba a mal
informar a la Municipalidad o a cualquier Ministerio, invadiendo la vida privada de los vecinos,
aprovechando pequeños detalles de las leyes
para incomodar. Siempre se andaba fijando en las orillas de calle, en
los planos de construcción y de lotes, en los riachuelos, en los desagües, en
las madres solteras, en los recibos de impuestos, en los muchachillos que
fumaban o se acostaban tarde…, pero el mayor hallazgo fue cuando la gente se
dio cuenta la vez que, siendo policía, se había ido para San José y
luciendo uniforme y pistola, en un bar capitalino, donde por
cosas de la vida y por sentirse a gusto con algunos muchachos de reputación
cuestionable, después de haberse tomado unos tragos, le sucedió lo de la vieja
cumbia que decía:
“Yo tengo un amigo
que
cuando está borracho
se le sienta en las piernas
a sus amigos.
Pobre hombre
cuando se emborracha.
Se le moja la canoa,
se le moja la canoa…”,
a tal punto de que, ante proposiciones obscenas,
los muchachos le robaron la placa y la pistola.
Meses después, en una “compra y venta” de
calle 12, la placa era vendida en cien
colones y la pistola se había visto involucrada en un crimen de los barrios del
sur. Se creía que su carrera de diputado había llegado al final, pero, más de
quince años después, en una campaña política, las encuestas decían que este
señor sería el ganador.
(1)Nadie se tragaba esta yuca: nadie creía.
(2)A galillo
abierto: con la boca bien abierta.
(3)Como
chuica viejo: como prenda de vestir vieja y despreciada.
¡QUE
TUANIS!
El
asfalto apenas cubría una parte de la calle,
sólo llegaba hasta la esquina, luego seguía un camino de
piedras que se convertía
rápidamente en una multitud de huecos; la bajada casi se unía al puente de
madera que estaba esperándonos antes de llegar al lodazal. Cuando los saltos se
volvían imposibles, la casa de Richard aparecía en un cruce de trillos.
A Rolber no
le gustaba siquiera pasar por el
frente de la casa de Richard pero… ¿qué podía hacer?, ¡no se la iba a
brincar! Sencillamente tenía que hacerlo
si quería llegar a su chante(1). Y sabía que en ese momento Richard
estaba en su cuarto, acostado,
pensando, haciendo nada. Ya iba llegando
al cruce y tenía que inventar algo para
avisarle al compa(2), sin
que su madre se diera cuenta. Tomó una bolsa plástica pequeña, cruzó la cerca y
se escondió en el palo de mandarinas ácidas, cogía frutas con su mano derecha
mientras la izquierda sostenía la bolsa y silbaba al mismo tiempo, silbido particular
que de seguro su amigo oiría y comprendería al instante. Rolber y la madre de
Richard no se querían, ambos se detestaban y el concepto que cada uno de ellos tenía
del otro era terrible; las pocas veces que hablaron, sólo se escuchaban
palabras como zorra(3), playo(4), pijo(5)…
¡Era imposible tenerlos en el mismo lugar sin que empezaran una guerra!
Rolber venía de la ferretería “El Trueno”, iba estrenando una
camisa de marca y había comprado un frasco bien tapadito, el cual, todavía sin
olerlo, adivinaba que le iba a llegar hasta el cerebro.
-¡Que tuanis!(6),-repetía
mentalmente chupando el sol de las 11. “Ya voy a llegar. Esta montaña es
toda y es un buen chante. Los compas están avisados y esto va a ser un fiestón. Eluar no
tarda en llegar, porque ese sí es arrecho(7) para esa vara. Además, ese maje va a
traer mecha y Richard no sé cómo putas consiguió Cacique. Hoy le vamos a dar por la pava”(8).
Rolber
terminó de caminar: había llegado a su chante; hizo un nido en la hojarasca y se acostó estiró su
delgado cuerpo de 16 años. Medía 1,71 y sus músculos eran como coyundas rellenas de fibras y
cuando se tensaban podían dar un impacto en el adversario capaz de romperle la
quijada.
Como
a los quince minutos, las hojas empezaron a quebrarse y unos pasos emitieron
ondas que fueron captadas por el oído de Rolber. “Es Eluard -se dijo- y no tarda en llegar Richard”.
En efecto, poco rato
después apareció el más joven del grupo, alumno de tercer año, muchacho
de gran imaginación y poder creativo, pero frustrado por el mal trato de su
madre, una persona maliciosa que juzgaba a los demás midiéndolos con la maldad
de sus propios actos. Richard venía con Vinchi,
el mayor y más enano de todos.
El saludo fue un acto ceremonioso, todo un proceso de mil
recovecos y mañas. Comentaron rápidamente algún chisme y… ¡a lo que vinimos!
Cada cual buscó lo que deseaba repitiendo en voz alta y con entusiasmo: “¡que
fiestón!, ¡maje,
que tuanis!, ¡que toda!”. Y mientras Rolber fumaba mecha(9), el otro inhalaba cemento(10) y el otro tomaba Cacique(11).
Se intercambiaban las drogas haciendo comentarios de cuál era la mejor.
Poco a poco aquella fiesta diurna se fue tornando más y más
selvática hasta que Richard exclamó enloquecido:
-Maje, maje… ¡Me voy! ¡Me voy! ¡Qué tuanis, ¡maje! ¡Qué tuanis!,
¡me voy!, ¡qué viaje más tuanis!, ¡qué
viaje!, ¡qué viaje!, ¡qué viaje más tuanis!-
Y
comenzó a rodar por la pequeña pendiente chocando contra los árboles,
llevándose ramas troncos de arbustos con
su cuerpo y llenándose su cara de hojas secas.
Eluard cantaba:
-Yo soy una rosa, una rosa hermosa, una rosa que flota. Yo soy…
yo soy… yo soy… yo soy un violín, un violín, un violín, un violín…- Y continuaba con su nariz tapiada de cemento, con su garganta reseca por la mariguana y
con aliento a licor.
Rolber inhalaba cemento una y otra vez, era el que tenía más
experiencia. Tantas veces inhaló que su frasco se fue gastando y cuanto más
rato, lo tenía que volcar más. De vez en cuando
alguna gota caía en su cara; después eran chorritos que se deslizaban
por sus mejillas y por fin se decidió hacer lo que hacía rato quería hacer.
Volcó más el frasco y el fino chorro de cemento caía en su boca y poco a poco lo iba
degustando. Cuanto más lo probaba, más le placía la sensación de la goma cayendo en su estómago. Allí fue la locura. Ya no podía hablar, ni
siquiera tartamudear. La respiración se le hacía difícil y si intentaba pararse, sus piernas se doblegaban al peso de
la droga. Llamaba a Richard, luego a Eluar, pero de su garganta salía algo similar a un graznido. Puso las
manos al suelo y sintió como las hojas
secas se pegaban a su piel. Trató de limpiarse
la cara y quedó un forro seco y
café en sus mejillas y resto de la cara que le tapaban toda visibilidad.
El viaje
más fuerte llegó. Le arrebató su mente. Lo hizo rodar hasta el fondo y no
volvió a saber más de su amigo.
Entró en trance, en
trance…
Se fue lejano, lejano, lejano… en el aire, aire, aire, aire…
Caminaba aba aba aba… con alas alas alas alas… oía, oía, oía… y se iba y se iba
y se iba y se iba… lejos, lejos, lejos, lejos… doooooooonnddeeee
naaaaaaaaaaccceee aaaqueeeeeeel viiiiiiiiiiiiiiiooooooooooolíííííííííííííííííííín.
Su cara se iba deformando cada rato más. Sacaba la lengua con dimensiones bestiales. Sus ojos desorbitados daban la
sensación de que se iban a salir de sus cuencas. Los labios estaban
azules y los dientes sobresalían de sus encías
rojas mientras tomaban sus colmillos
características vampirezcas. Gesticulaba incoherentemente hasta que logró decir:
-Que venga el espíritu y
se posesione de mí-.
Todos se colocaron en círculo alrededor de Rolbert
y él con más intensidad gesticulaba y se esforzaba por dar cabida en su alma al
espíritu que estaba tratando de entrar sin darse cuenta que en lo más profundo
de su ser había una lucha entre dos espíritus, uno que habitaba en él y el otro
que quería desplazarlo o hacerle
compañía.
El espíritu dueño de su alma no permitía competencia y se iba
agudizando el conflicto interno. El clímax llegó a tal extremo que los mismos compas hacían esfuerzos para ayudar a
Rolber en su desesperación. De pronto
empezó a gritar:
-¡Vanchi! ¡Vanchi! ¡Recíbalo! ¡Recíbalo! ¡Es
tuyo! ¡Él quiere estar en ti! ¡No soporto más! ¡Recíbalo! ¡Por’fa! ¡Recíbalo!
Una transformación interna se fue dando en Vanchi hasta el punto
de gritar:
-¡Apártense
de mí! ¡Richard! ¡Eluard! ¡Apártense de mí! ¡Apártense antes de que les haga
daño! ¡Apártense! ¡No soy yo! ¡Mírenme! ¡Soy diferente! ¡Apártense! ¡Apártense!
¡Rápido! ¡Apártense!
Jadeó un poco, apretó su cabeza entre sus manos y un silencio diabólico se apoderó de la
fiesta. Pasaron los minutos y mucho rato después, una aparente calma nació
entre ellos y la fiesta continuó con ritmo normal.
A la mañana siguiente, una camisa Levis azul de ácido wash(13) estaba en el fondo de la changua(14).
(1)Chante:
lugar donde se vive o descansa.
(2)Compa: compañero.
(3)Zorra: mujer promiscua, prostituta.
(4)Playo: homosexual.
(5)Pijo: mariguano, que usa “mecha”,
mariguana.
(6)¡Qué tuanis!: pachuquismo que significa
¡qué bien!, ¡pura vida!
(7)Arrecho: “ese maje si es arrecho para esa
vara” significa que esa persona es muy
buena para hacer tal o cual cosa.
(8)Le vamos a dar por la pava: vamos a hacer
lo planeado.
(9)Mecha:
mariguana.
(10)Cemento: pegamento de zapatería que
algunos emplean como G alucinógeno.
(11)Cacique: licor costarricense bastante
popular y conocido internacionalmente.
(12)Ácido Wash: moda en las prendas de
vestir que estuvo en la década del 90. Consistía en manchones en la tela hechos
con cloro o algo similar. También se usaba desteñir la tela no en manchones sino parejo.
(13)Changua: acequia con agua un poco
estancada.
YUBA
Era un
buen paisaje para observar las olillas golpeando las piedras y, como miles de barquichuelas soltadas por los sotas, continuaban su
aventura apresurada en la avenida húmeda
del río. Era el Barrio Nuevo del tostado pueblo, donde años atrás, un chiquillo jugaba entre los
charcos con un tractor de carrucha,
candela y hule retorcido(1).
El distrito, quizás el más
caliente del cantón, tenía un río de aguas
templadas que se deslizaba entre las cobijas de follajes.
“Mi hijo
nació atravesado y después, cuando fue creciendo, siguió igual: atravesado.
Desde antes de nacer él, yo predecía que
algo raro debía tener mi hijo. Y cuando nació, lo confirmé, pues una mariposa
amarilla voló sobre su cabeza, dio trece vueltas seguidas y después se esfumó por las
persianas… ¡ay, mi hijo!”, decía la madre.
“¡Hijueputa
el mocoso que llegue a molestar!”, decía el niño que insistentemente buscaba la soledad.
Fue creciendo hasta llegar a la escuela con no muy buenos recuerdos,
y del colegio… pues ni un año aprobó, no
porque fuera tonto, sino, porque algo había en él que lo hacía diferente; siempre pensaba en lo que no tenía; por
ejemplo, en su padre y el porqué de sus nueve hermanas, unas rubias, otras
morenas y hasta de ojos rasgados.
Cuando le decían ¡Yuba!, repondía con sus ojos grandes y negros
rodeados de pestañas crespas, una nariz
afilada, mentón con hoyuelo y dos camanances, retratando un alma buena
necesitada de comprensión a sus múltiples interrogantes.
Conforme fue creciendo, se fueron formando en él dos corrientes,
una de un amor intenso por sus hermanas
y otra de un odio revuelto con rencor y duda, principalmente cuando en horas de
la noche oía traquear la cama de su madre en forma insistente y rítmica,
fenómeno que fue poco a poco asociando con las visitas de ciertos señores
que le robaban el amor materno.
Cuando sus hermanas crecieron no pudo soportar más. El ruido de todas
las camas se le hizo inaguantable. Aquel traqueteo le parecía la sinfonía de
todos los grillos, el quejido eterno de los
muertos, la respiración sofocada de asmáticos, la lucha campal de los
músculos…
Meses después, la situación empeoró. A sus hermanas
y a su madre les fue creciendo el ombligo
hasta quintuplicar la población de su casa y lo que era su comida tuvo que repartirse entre
tres. “¿Por qué sucede esto? ¿Tendrá que ser así?”, se repetía insistentemente hasta ir madurando poco a
poco la trágica decisión de irse de la casa.
-¡Yo
me largo de aquí! ¡Yo me largo!(2) -y se fue.
“¡Adiós
madre!” fue toda la despedida. Nunca le reclamó nada, nunca le explicó el
motivo de su decisión porque su sufrimiento era interno e interno se debía
quedar, así pensaba aquel mozalbete de escasos catorce años.
Y
todos, aunados al lamento del río,
lloraban, porque a pesar de todo se querían. Un nudo de pensamientos, un nudo de miedos mezclados
con amor y odio, incomprensión a ratos
vacía, a ratos llena.
Fueron minutos amargos que convirtieron esa despedida en heridas
nocturnas repletas de lluvia y voces roncas
laceradas por mil truenos.
Un guindo abierto al caminar lo
perseguía, desamparado, impotente, como si la soledad inmensa del cosmos lo
apretujara tanto hasta llegar a tener que depositar esa soledad en una cajita
que luego colocaría en el letargo de su corazón y que después la
dejaría dilatarse hasta llegar a la explosión del llanto. ¿Llanto…? ¡No!
¡Llanto no¡ ¡Jamás lloraría! ¡Jamás! ¡Menos donde su madre y sus hermanas lo
vieran!
Yuba caminó por las calles. Tocó
mil puertas y miró a los ojos. Visitó
iglesias y escuchó sermones; creyó necesitar a alguien, alguien en quien confiar y escuchar, a quien esperar, a quien llamar y
que lo llamara.
Siguió por las calles, tocó más puertas, siguió mirando a los ojos y conociendo caras
de una y otra forma que iban acrecentando más su amargura, pues en todas
encontró máscaras de diferentes formas y colores, pero al fin ¡máscaras!
Supo lo que fue amanecer abrazado al frío de
la Sabana, pasar por los ventanales de
los MacDonald’s con días de no comer, observó hamburguesas y hot
dogs aún humeantes junto a un chiquillo hijo de papi(3) el cual
abría sus tarascas(4) a más no poder dándole mordiscos a aquel pan crujiente
que desaparecía poco a poco de los ojos del muchacho.
Supo
lo que fue ser carajeado y despreciado por cualquier
imbécil. Tuvo que lavar carros y asear
cloacas por comida. Conoció drogas y redadas. Fue amigo de traidores y ladrones. Al fin aprendió cómo
ganarse la plata fácilmente en la avenida sólo con volver a mirar los autos.
“¿Qué estará haciendo mi madre? ¿Cuánto hace que no la veo? ¿Y
que no la llamo?, ¿sabrá lo que he sufrido?, ¿se imaginará lo que he tenido que hacer para olvidar?”
Pasaron cuatro años y el teléfono sonó: “¡Madre! ¡Soy
yo! ¡Perdóname! ¿Cómo estás?, yo bien.
No te preocupes, madre, no te preocupes.
Todo bien. Todo bien. Aquí el dinero no falta. A veces voy a la avenida, tengo muchos amigos. Sí,
mami, son buenos. Algunos tienen mucha plata. Por favor, mami, no desconfíe de
mí. Sí… algunos tienen buenos carros y vamos a miradores y hoteles y con
frecuencia visitamos diferentes playas. Los carros ya casi los sé manejar. ¡Por
favor, no seas desconfiada! Sí…, no te preocupes, madre, no te preocupes, que
generalmente de allí no pasa a más”.
El teléfono estaba en el auto y unas canas mimaban su piel.
(1)Tractor
de carrucha, candela y hule retorcido y dos trocitos de candela colocados
cada uno en los extremos y unidos
por una tira de hule que al retorcerse con una pequeña palanca, hacía caminar
al tractor. La carrucha la tomaban los chiquillos cuando el hilo se terminaba.
El hilo para coser venía en carruchas arrollado en
un centro de madera y cuando se gastaba el hilo, ese centro quedaba sin uso.
Los chiquillos lo tomábamos, le poníamos una tira de hule de neumático por el
hueco de la madera. Por un lado del hule lo sosteníamos con un clavo pequeño y
por el otro extremo le poníamos un trozo
pequeño de candela para que resbalara al contacto con la madera. En el otro
extremo del hule, es decir a la par de la candela, le colocábamos una pequeña
palanca. Al retorcer el hule con la palanca, el tractor caminaba.
(2)Yo me
largo: yo me voy.
(3)Hijo de
papi: hijo de padres ricos.
(4)Tarascas:
mandíbulas.
GUAPO
Cuando
clavaron las tablas, las habían estirado
más de lo normal pretendiendo cerrar las paredes con pocas y dejaron un montón
de rendijas. Luego, cuando se secaron, se encogieron mucho más y se notaba en ellas
una rebeldía a estar clavadas,
cualquiera juraría que iban a morir por estrangulamiento. Por supuesto,
las rendijas tomaron, con el tiempo, mayores dimensiones y llegaron a medir
más de tres dedos, el doble de lo que una mirada pueda esculcar todos los
rincones de la habitación. Por eso, eran
miles de ojos los que diariamente
violaban la intimidad de aquel hogar.
Allí vivía el Guapo, más conocido como el Guapo del Barrio, muchacho de
miles contrastes que se palpaban en cualquier detalle.
Su cara
era la de Marlon Brando, espigado, con paso elegante y gestos
llenos de pedantería; su mirada altanera penetraba los cerebros
y atravesaba muros,
sus ojos entrecerrados dejaban un punto marcado como si fuera una
máquina de soldar.
Él se sabía guapo, sabía que las chicas se
morían por él y que ninguna aceptaba nada en serio porque la casa… ¡ah…!, ¡qué
casa…! Era denigrante tener un novio que viviera allí. ¿Qué podía tener una
persona en esas condiciones?
Toque
a toque le preguntaba a su espejo por el chico más esbelto del barrio y éste,
aunque no fuera mágico, le devolvía su
figura.
Así fue creciendo, con la contradicción siempre a su lado, buscaba alternativas y ahorraba lo más
posible con tal de tener las prendas de vestir adecuadas, pero lo más posible era nada, o casi nada.
El conflicto de la casa era más profundo que el asunto de las
prendas, pues si bien era cierto que a duras penas podía ahorrar para ir a las
vitrinas a buscar la palabra Nike o Fila, la casa requería más
dinero, ¡claro!, ¡mucho más dinero!, ni siquiera podía cubrir las rendijas.
Sin embargo, su gusto se fue haciendo más exigente y el dinero
más escaso, entonces decidió hacer suyo
lo ajeno y vender ciertas yerbas en el barrio, actividad que le produjo
suficiente dinero; su madre, chichosa y
autoritaria, no se explicaba los milagros del muchacho cuando vio que estrenaba
ropa con más frecuencia y que tapaba algunas rendijas, pero para no hacer más discusiones en casa,
se daba por satisfecha. Aquello de tener
pleitos con ese diablo ¡no era jugando!,
y además, la guerra de platos no servía de nada en la cocina.
Cuando
el Guapo usaba prendas nuevas, se
notaba. Su caminar se volvía más rítmico, más pausado, como queriendo atraer
las miradas y en verdad que fue logrando su objetivo. Era notable que los autos
aminoraban su carrera al toparlo y que algunos se detuvieran en el faldón. “¡Qué
raro!”, decía con cierta ingenuidad, “¿por qué los autos se
detienen?”
Pero
su aparente inocencia fue cambiando hasta que un día decidió abrir la puerta de
un lujoso carro e irse más allá.
No
se sabe qué le dijeron o qué le prometieron esas personas, lo cierto es que desde ese momento
tomó poses de artista; en el parque, en
el billar, a la entrada de los cines y hasta para abordar el bus, su mirada era
más expresiva. La gente volvía a ver y cuchicheaba entre dientes: “¡pero si es
el que vive en el cuartucho!”
-¡Maldición!
¡Maldición! ¡Mil veces maldición!-, gritaba a pulmón lleno por las rendijas y,
desde su barrio, el eco se iba a espantar los perros del Liceo Unesco que
frenéticos daban aullidos toda la noche.
Sin embargo, cuando salía a la calle y se había alejado unos cien
metros, cuando ya no se veía su casa, el Guapo era el Guapo, el Guapo del
barrio, del barrio de los Pescuezo, y asumía plantes y poses, y hasta en la
gradería de los toros buscaba el lugar más estratégico para dominar, inclusive,
a los furiosos rumiantes que lo miraban ensimismados y boquiabiertos haciendo
hilos de babas.
Luego, el Guapo recibía
los aplausos de la gente que poco a poco desfilaba delante de él, y en profunda
meditación permanecía solo en las gradas, sin permitir la presencia de nadie a
su lado.
Los carros deportivos se hacían más frecuentes, decía que nada
más los miraba y que con cierta agilidad
escurría la mano hasta la bolsa del amigo sin mayor problema; su dominio sobre
los demás fue tanto que con solo fijar su mirada en el entrecejo, le daban lo que él quería.
En su cuerpo, el Guapo no permitía una mancha, una espinilla, un
rasguño, ¡nada!: se sentía perfecto.
Llegó a tener tanta confianza en su belleza que desechó el
espejo, no volvió a mirarse más en él; se bañaba, se peinaba, se ponía sus
prendas y con la mayor de las seguridades se iba a bailes, paseos y conquistas
nocturnas.
En los años siguientes, aún
con la manía de no verse en el espejo,
su encanto fue creciendo hasta llegar a convertirse en el predilecto de
la ciudad, sin burlas, sin chismes, la
gente lo aceptaba así, tal y como era.
Llegó la moda de la colita
y no sabía si dejársela o no. Lo
pensó una y mil veces hasta que decidió consultarlo con su espejo que por años
había permanecido empolvado. Se asomó y al verse con manchas, se sintió tan
destrozado que tomó el espejo y lo trituró en mil pedazos y un pico lo incrustó
en su yugular.
Cuando
el Guapo boqueaba, sus dedos
ensangrentados se resbalaron sobre un pedazo
del vidrio y la figura del muchacho se reflejó sin manchas.
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